Richard Hidalgo |
Esta es la historia del montañista peruano que escaló el Everest llegando a tan solo 500 metros de la cima sin usar oxígeno en un ejemplo de perseverancia y tenacidad. Su testimonio lo presentamos en vídeo para nuestros amigos de Caminos de Vida.
A sólo cinco cuadras del punto más alto de la Tierra, la cima del monte Everest, estoy a la espera de una ventana de buen tiempo para hacer un intento final para llegar a la cumbre.
No queda casi nadie en ésta, la más grande de las montañas. La tormenta que ha expulsado a los demás alpinistas no cede. Hielo y nieve como agujas heladas a más de cien kilómetros por hora golpean mi traje.
Consulto mi reloj: llevo treinta horas esperando protegido tras una roca. El rugido del viento me recuerda cómo llegué a este lugar y a esta vida extrema. Mi familia quería que ingresara a la Fuerza Aérea Peruana.
La idea de ser aviador y pilotear mi propio avión me atraía, yo aún no sabía por qué. Pero comportarme según las órdenes superiores y formar parte de una fuerza bélica no terminaba de gustarme y eso se dejó traslucir en la entrevista final, que no aprobé. Por un tiempo dudé entre hacerme piloto de aviación comercial y marino mercante, para sentir que podría ser libre y viajar por el mundo.
Esa era la libertad que quería desde muchacho, la extraña libertad que ejerzo ahora junto a una piedra helada, esperando que pase una tormenta a ocho mil metros de altura: la libertad de estar haciendo lo que quería.
Las realidades de la vida en los noventas me empujaron a estudiar algo más realista y opté por estudiar ingeniería industrial, pero esta en esta aventura apenas duré dos años. Me faltaba interés y motivación. Yo estaba seguro de que tenía que hacer algo más importante con mi tiempo que perseguir un empleo de oficina y un salario. Entonces decidí darme a mí mismo ese tiempo, que usé para viajar por el Perú y conocer sus maravillas.
Ese tránsito a un mundo que yo no había imaginado tuvo un efecto de dotarme de equilibrio y de alimentar mis deseos de aprender y conocer más. Entre mis viajes estudié administración turística, inglés, fotografía, francés, computación… hasta que esa búsqueda al azar terminó por revelarme lo que sería mi propio espacio, el lugar y el tiempo en los que yo podría ejercer mis valores y ser, por fin, yo mismo.
Llegó a mis manos un aviso sobre un curso básico de montañismo que dictaba el Club Andino Peruano y me inscribí en él. Sufrí y disfruté en ese curso como pocas veces antes. Había encontrado mi lugar y una comunidad de gente valiente y valiosa con la cual compartir ideales, aventuras, sueños, triunfos. A medida fueron pasando los años continué practicando la escalada en roca y poco a poco derivé hacia el alpinismo.
Los retos que planteaban las altas montañas parecían atraerme más: el clima, el estado de la nieve y el hielo, el descubrimiento de una nueva ruta por un flanco desconocido. Porque el montañismo consiste, principalmente, en su estilo. El estilo lo es todo. Llegar a la cima es mucho menos importante que cómo se ha llegado. El mejor estilo es más meritorio y esto significa limitar el equipo al mínimo y elevar los retos al máximo. Y esta frase resume perfectamente lo que yo quería hacer con mi tiempo, lo que estoy haciendo con él.
Por este camino llegué a hacerme profesional. Estudié para ser guía en el Centro de Estudios de Alta Montaña, en Huaraz. Descubrí que yo no necesitaba ser piloto, o marino, o ingeniero para disfrutar de los beneficios de una profesión y mantener en alto mis prioridades y valores. Que la riqueza de las cordilleras de mi país me permitía un trabajo como guía de montaña al nivel máximo de mis capacidades. Y esa ruta de crecimiento personal me llevó un paso más lejos, al Himalaya.
Soy ahora Presidente del Club Andino Peruano, y un guía internacional de alta montaña miembro de la muy reconocida y respetada Unión Internacional de Guías de Alta Montaña. El viento ruge junto a mi roca. Llevo aquí treinta y un horas. En esta época de calentamiento global y deterioro del clima las montañas enfurecen, y las condiciones en el Everest son particularmente duras. La acumulación de nieve con la que he luchado más abajo es enorme. Sólo algunas expediciones comerciales han llegado a la cima, regresando con congelamientos.
Han muerto un checo y un canadiense; un noruego desapareció durante tres días y felizmente fue encontrado con vida. Mi ánimo sigue fuerte, pero he bajado muchos kilos, siento el cansancio, la sed, el desgaste. El monte Everest me está arrojando todo lo que tiene y no quiere dejarme pasar. Pienso: ¿qué estoy haciendo aquí? Pienso en mi hijo, en mi familia, mis amigos. Pero me anima saber que estoy haciendo exactamente lo que sé hacer mejor con mí tiempo: escalar montañas. En mis términos. En mi propio estilo: solo, sin oxígeno, sin cuerdas, sin ayuda. La cima del monte más alto del mundo se eleva a casi nueve kilómetros de altura justo en la frontera entre Nepal y el Tibet.
Cada año, una veintena de expediciones se propone llegar a la cima; sólo unos pocos afortunados lo logran.
La tasa de accidentes fatales es alta. Escalarlo suele ser una propuesta inaccesible para la mayoría de las personas: el sueño final, el epitome de lo que es tan difícil de alcanzar que parece imposible. Contra ese imposible se montan las expediciones comerciales, provistas de mucho dinero, ayudantes y equipo. La tarea de estas expediciones es llevar a media docena de clientes adinerados hasta la codiciada cima, facilitándoles escaleras, puentes, oxígeno embotellado.
Pero pese a su éxito comercial actual, escalar el Everest no es el festivo carnaval de adrenalina que muchos pudieran creer. Trepar a pie a la altura de vuelo de un Jumbo (metros más, metros menos) es más bien un ejercicio budista de resistencia, de testarudez, de paciencia y resistencia al castigo. No gana el arrojado, sino el metódico; no el atleta formidable, sino el juicioso experto. Semana tras semana estamos metidos en una carpa soportando dolor de cabeza y comiendo comida sintética. La ascensión se vuelve un prolongado ejercicio de miseria física y moral. Dormir es un lujo inaccesible. El apetito desaparece; el cuerpo se consume a sí mismo: brazos y piernas se adelgazan hasta parecer palitroques. Un simple corte en los dedos se rehúsa a cicatrizar y sigue sangrando durante semanas.
Y todo esto es cuando hay buen clima. Porque, debido a su altura y latitud, el triángulo final de roca caliza que constituye la cima del Monte Everest es también el único lugar de la Tierra donde llegan a golpear alguna vez las jet stream, las atronadoras corrientes de chorro que rodean el planeta y marcan el final de la troposfera, que es la parte de la atmósfera donde vive la gente. El "jet stream" es una tripa de viento, un delgado salchichón de aire a 400 o 500 kilómetros por hora que sube, baja y chicotea de manera tan impredecible como la manguera contra incendios que se le escapa de las manos al bombero.
Al desgarrarse contra la piedra el viento ruge como un escuadrón de 747s volando bajito. No hay en el mundo civilizado tormenta, tornado ni huracán que se le parezca. De vez en cuando la corriente de chorro le pasa cerca a un montón de alpinistas y es como apuntar una manguera de inflar llantas sobre el cono de un hormiguero, con resultados igualmente trágicos. Nueve por ciento de los escaladores jamás regresa. Y aquí, junto a mi roca helada, mientras espero, siento que el viento aumenta. Es el jet stream que se aproxima e intenta arrancarme de la ladera.
Con todo lo valioso y difícil que puede ser el Everest acometido de manera “normal”, estoy haciendo un esfuerzo adicional –o mejor dicho, dos- para que mi propuesta sea diferente. He descartado el uso de oxígeno embotellado, y he decidido escalar sin estar amarrado a un compañero. He llegado a depurar la técnica requerida con experiencia y mucha paciencia. En octubre de 2006, con Koki Gálvez, llegué a la cima del gran Shishapangma (8027 mt) sin el empleo de oxígeno auxiliar; y en 2007 ascendí el todavía más alto monte Cho Oyu (8201 mt) sin oxígeno y en solitario.
En 2009 estuve aquí mismo a solas en el Everest, probando hacer las cosas en este estilo puro. Aquella vez las tormentas me impidieron la cima, pero volví con vida y con las posibilidades abiertas para seguir esforzándome sin claudicar ni buscar estafarme a mí mismo comprando la cima y el mérito con dinero. Hace ya demasiado frío aquí junto a la roca cubierta de hielo y que ya no me ofrece ningún abrigo. Van treinta y dos horas y corro el riesgo de perder los dedos de manos y pies por congelamiento. Voy a dar la vuelta, voy a volver al Perú, a mi familia, con vida. Esta poderosa montaña seguirá aquí durante mucho tiempo, y yo estoy seguro que volveré a mirarla a los ojos. Pero en mis propios términos. Porque para los que saben fijarse metas elevadas, el tiempo vale más que el dinero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario